Béjar, la de las catedrales

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Quizás ya no queden más viajeros en el mundo que los peregrinos, aquellos que se toman el trayecto como un lento deleite y para los que llegar al destino es el fin de la aventura, y no la aventura en sí. Todos los demás somos turistas, con el goce apremiado por la falta de tiempo para la contemplación detenida del trayecto viajado. Así las cosas, propongo al turista que se disponga a visitar Béjar por motivos ociosos que se disfrace de peregrino, cuando menos un ratito, merodeando por los alrededores de la ciudad antes de entrar en ella.

Toda población que se precie de atractivos visuales tiene una estampa, un perfil donde se recorte contra el cielo —supongamos— la línea del caserío, con su castillo, sus torres de iglesias, su muralla o lo que la historia le haya deparado. Aquello que los estadounidenses, tan prácticos en todo, tan uniformes en sus ciudades, denominan skyline. Sin ser Nueva York, Béjar goza del privilegio de disponer de varias líneas del cielo, según en qué punto de los alrededores no situemos. Yo recomiendo, por encima de cualquier otra, la vista que se contempla desde el Ventorro de Pelayo, en la carretera que llega a la ciudad desde la sierra de Francia. Creo que el espectáculo visual desde allí es más que meritorio. Aunque asentada sobre un largo cerro, en cuya cresta se arracima el entramado urbano, en realidad Béjar está situada en un hoyo si pensamos que el cerro está rodeado de montañas por todas partes, salva la ventana geográfica que abre las tierras hacia la Extremadura. Desde allí, desde el Ventorro de Pelayo, la ciudad se exhibe en su perfil más histórico, con la parte urbana de la vieja villa frente a los ojos, al otro lado del cauce del río Cuerpo de Hombre que separa el Ventorro del cerro bejarano. Desde allí se puede entretener la mirada en el disfrute de la muralla, las torres y campanarios, el lienzo modernizado del palacio ducal o el convento de San Francisco, con el puente de San Albín a los pies, el primero que se construyó y sin duda el más hermoso de cuantos cruzan el río en el recorrido bejarano. En realidad la línea del cielo que desde allí se ve no tiene cielo, sino el majestuoso telón de fondo que constituye el muro verde del monte de El Castañar, un tupido y exuberante escenario vegetal para la representación de Béjar, que cambia de color según qué estación del año. Propongo estos días de otoño, cuando el cromatismo de los árboles es un auténtico festival.

De Béjar siempre se ha destacado, no sin razón, más su paisaje que su interior. Así que aún antes de abordar el casco urbano sugiero seguir merodeando y alumbrando la ciudad desde lejos, en el centro de un contexto en el que la Naturaleza ha sido generosa. Pudiéndolo hacer perfectamente en coche, prevengo al peregrino que se ande a pie los dos kilómetros que separan la ciudad del punto neurálgico del mencionado monte de El Castañar, una caminata no calamitosa en la que a cada vuelta y revuelta de la carretera el casco urbano de la ciudad va creciendo a sus pies, ensanchándose, confirmándose en su estrecha linealidad sobre la cresta del cerro. Desde ahí, punto de vista contrario al que veíamos desde el Ventorro de Pelayo, vemos la ciudad de arriba abajo, como un juguete delicado e inmóvil. No todas las poblaciones tienen el privilegio de ser contempladas desde arriba, en un golpe de vista. Ésta a la que ahora nos enfrentamos parece no tener nada que ver con la villa antigua que semejaba desde allí enfrente; ahora la que predomina en el cuadro es la ciudad moderna, la que se ha ido construyendo en los últimos cincuenta años. Perdida de vista la ciudad al final de la carretera, en la espesura umbría en la que desembocamos nos depara dos lugares inexcusables: a la derecha, la ermita de la Virgen del Castañar, patrona de Béjar; a la izquierda, la plaza de toros, la mas antigua de España.

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